miércoles, 13 de febrero de 2013

Cuaresma y Ceniza





Con este día de penitencia y de ayuno comenzamos un nuevo camino hacia la Pascua de Resurrección: el camino de la Cuaresma.

Cuaresma es una palabra que significa «cuarenta». En estos cuarenta días, la Iglesia revive el significado que tuvo para los padres de Israel su peregrinación hacia la tierra prometida. También Jesús quiso experimentar personalmente el significado de los cuarenta años en el desierto, inaugurando su misión mesiánica con una estancia de cuarenta días en el mismo.

Para la Iglesia, pues, este período significa un camino de desierto y austeridad, para llegar, por medio de la penitencia, a la verdadera libertad de la Pascua definitiva. Durante estos días, el pueblo cristiano emprende un camino de esfuerzo liberador. En este contexto, las privaciones cuaresmales quieren ser un instrumento, a la vez operante y simbólico, de su camino: abstenerse de ciertos bienes materiales ayuda a descubrir el valor de los bienes más definitivos, que no son los que vemos con nuestros ojos, sino los que aún no podemos contemplar.

La Cuaresma es un tiempo fuerte, intenso, de la vida Cristiana. Un tiempo de conversión que tiene el aspecto de una preparación, para un intenso encuentro con Cristo Resucitado.

La conversión es fruto del encuentro y de la adhesión a Jesucristo, el Hijo de Dios, quien hace presente la misericordia del Padre, nos rescata de la esclavitud del pecado y de la muerte y nos hace volver a la vida de los hijos de Dios por medio de su Espíritu.

La conversión es un don que implica necesariamente un proceso personal de reencuentro y reconciliación con Dios, de reincorporación a la comunidad y de compromiso social, que lleva a la búsqueda del persón a través del arrepentimiento sincero, el propósito de enmienda, el rechazo del mal y del desorden y orienta al rescate de los valores perdidos. La adhesión a Cristo, por medio de la fe, exige romper los lazos que nos esclavizan. Sólo el corazón libre puede adherirse y seguir a Cristo.

La conversión es también una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que, siendo santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación. Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del corazón contrito, movido y atraído por la gracia a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero.

La conversión personal también tiene dimensiones eclesiales que interpelan a todos los miembros de la Iglesia a una creciente identificación con el estilo personal de Jesucristo, que nos lleva a la sencillez, a la pobreza, a la cercanía, a la carencia de ventajas, para que, como él, sin colocar nuestra confianza en los medios humanos, saquemos, de la fuerza del Espíritu, y de la Palabra, toda la eficacia del Evangelio.

Antiguamente, en la cultura judía, la costumbre de ponerse ceniza sobre la cabeza como signo de penitencia era común, unido con frecuencia a vestirse de saco o de andrajos. En cambio, para nosotros, los cristianos, éste día -miércoles de ceniza- es el único momento en que se realiza esta práctica, que por lo demás tiene una notable importancia ritual y espiritual.

Ante todo, la ceniza es uno de los signos materiales que introducen el cosmos en la liturgia. Los principales son, evidentemente, los de los sacramentos: el agua, el aceite, el pan y el vino, que constituyen verdadera materia sacramental, instrumento a través del cual se comunica la gracia de Cristo que llega hasta nosotros.

La ceniza es un signo no sacramental, pero es un signo unido a la oración y a la santificación del pueblo cristiano.

En esta perspectiva salvífica, la liturgia del miércoles de Ceniza retoma las palabras del Génesis, como invitación a la penitencia, a la humildad, a tener presente la propia condición mortal, pero no para acabar en la desesperación, sino para acoger, precisamente en esta mortalidad nuestra, la impensable cercanía de Dios, que más allá de la muerte, abre el paso a la resurrección, al paraíso finalmente reencontrado.

«Lo que inicialmente era carne, procedente de la tierra, un hombre de polvo (Cf 1Cor 15, 47), y fue disuelto por la muerte y de nuevo transformado en polvo y ceniza -de hecho está escrito: eres polvo y al polvo volverás-, es resucitado de nuevo en la tierra. A continuación, según los méritos del alma que habita el cuerpo, la persona avanza hacia la gloria de un cuerpo espiritual»  [Orígenes, Principios 3,6,5]

Adaptado de:
Semilla Eucarística, Febrero 2013, Adnomex.
Liturgia de las Horas para los Fieles. Pág. 175.

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